La prensa no ha tardado ni cinco minutos en ponernos la etiqueta: las más de diezmil personas que aclamaron el mensaje de Sant Abascal en Vistalegre el pasado domingo y los mucho miles que lo hicimos desde casa no somos más que ultras. Hay que preocuparse mucho de que nuestra voz, callada durante tanto tiempo por el bálsamo de la democracia autonomista, comience a hacerse oír. Por nada en concreto, porque somos ultras y por lo tanto fachas y por lo tanto franquistas y ya está.
Pero me imagino que a alguien le interesará saber en qué consiste esta extraña mutación que de golpe y porrazo le ha afectado a una parte creciente de la población que, hasta ahora, se conformaba con ser humillada y ridiculizada por los medios políticamente correctos. Pues bien, agárrense fuerte que allá vamos:
A los ultras nos gusta España. ¿Qué le vamos a hacer?. A otras personas les gusta la ratafía, levantar piedras de doscientos kilos, el reiki… Pues a nosotros, como somos tan raros, nos gusta nuestro país. Y como el principal problema de nuestro país se originó por las taifas autonómicas, queremos acabar con ellas. Esto no será fácil, pero es nuestro ideal. Queremos que nuestros representantes trabajen duro por conseguirlo. Y que lo hagan dentro de la Ley. Somos fascistas.
Hay ultras hombres y ultras mujer. Nos consideramos iguales los unos a las otras en derechos a pesar de las diferencias biológicas. No pensamos que se deban dictar leyes para favorecer o enfrentar a un sexo contra el otro. En el hogar debe reinar la paz. Si hay violencia en casa, se debe condenar la cometa quien la cometa, incluso si el agresor es extranjero. Por eso somos machistas.
Los ultras sabemos que España ha sido un país de emigrantes. Por eso no vemos con malos ojos a los que buscan un futuro mejor. Pero nuestras convicciones nos llevan a rechazar el comercio ilegal de personas promovido por mafias que a su vez obedecen a oscuros intereses multinacionales. Sí a la regulación de fronteras: somos xenófobos.
Queremos que vuelva la convivencia entre todos los españoles y que exista igualdad entre todas las regiones de nuestra tierra, vamos, que somos unos franquistas.
Muchos ultras vamos a misa los domingos, otros no. Pero todos estamos de acuerdo en que hay que defender las raíces cristianas de Occidente porque sin ellas no tienen sentido principios genuinos de nuestra civilización como el humanismo, los derechos humanos, la solidaridad, la igualdad… Somos tolerantes con otras creencias, pero las religiones foráneas deben mostrar respeto a nuestros valores y adaptarse a nuestra cultura y costumbres. Es decir, somos retrógrados.
El estado debe garantizar la defensa y la convivencia. También vela por el bienestar de la sociedad. Pero no lo queremos metido en nuestras casas, dictando la educación de nuestros hijos ni confiscando nuestros bienes con impuestos abusivos. Somos fachas.
Defendemos la vida desde que es concebida y la familia tradicional europea. A pesar de ello, hay ultras homosexuales y también hay ultras que son madres y padres solteros o divorciados. Pero un ultra nunca intentará imponer modelos de familia extravagantes como si fueran un modelo ejemplar. Ni alimentará las dudas de género en las mentes de niños de 5 años o promoverá los tratamientos hormonales en chicos de diez y doce años para que cambien de sexo lo antes posible. Un ultra no asesinará un bebé no nacido, ni a un anciano moribundo aunque esté de acuerdo en acompañarle en un final digno y sin dolor. Un ultra respeta y pide respeto: es un integrista.
La prensa hace bien estar nerviosa. Muchos intereses peligran si esta marea ultra progresa: el reino de las taifas, el despilfarro del Estado, las mafias de comercio de esclavos, la industria subvencionada de la ideología de género. Menos mal que hay todo un rodillo peridístico y televisivo para demonizar a estas bestias ultras que han venido para quedarse.
Juan De Armuña, Barcelona (España)
Octubre 2018.