Los católicos de todo el mundo nos sentimos abochornados y avergonzados por el escándalo de los abusos sexuales a menores denunciados ahora en Pensilvania y que, al parecer, habían sido encubuertos durante años. No hay justificación posible para tales hechos y por eso el Sumo Pontífice ha condenado estos hechos y se ha mostrado dispuesto a colaborar para esclarecer al máximo lo sucedido aparte de pedir perdón por tantos años de ocultamiento.
Sin embargo no hemos de ser ingenuos. Los que agitan estos casos existentes en los Estados Unidos, en Chile, en Australia y en tantos otros lugares lo hacen muchas veces de manera maliciosa por tratarse de casos que afectan a sacerdotes católicos. Cuando los denunciados son maestros, entrenadores, periodistas o políticos, se arremete contra los individuos concretos. Cuando se trata de curas, se va directa y despiadadamente contra la Iglesia, con la clara intención de desprestigiar y manchar el nombre de la Sagrada Institución.
Por ejemplo, esta semana, varios artículos de El Pais atacaban una supuesta doble moral de una Iglesia que denuncia el aborto y es supuestamente tolerante con la pederastia atribuyéndola, además, al voto de castidad, una práctica que sus columnistas consideran desfasada e impropia de nuestro tiempo. Hay que ser mezquino para dar a entender que los abusos infantiles son prácticamente algo consustancial a la Iglesia y ,aprovechando que el Delaware pasa por Pensilvania, relacionar esto con la denuncia que el catolicismo ha realizado siempre contra el infanticidio legalizado.
Los católicos rechazamos que un cura abuse de un niño, de hecho condenamos que lo haga cualquier persona, porque se trata de un grave pecado. Y en un sacerdote, persona que ha de dar ejemplo con su vida y al que se confía la educación de los más vulnerables, es especialmente grave. Pero sabemos que estos hechos son aislados y que la mayoría de los sacerdotes, aunque humanos y pecadores como nosotros, respetan con dignidad y resignación su voto de castidad hasta la muerte. Por no hablar de la impagable labor de educación que las escuelas católicas llevan a cabo y que con tanto ahínco detestan los que sueñan con una sociedad totalmente secularizada y obediente al pensamiento único y la ideología de género.
Por eso, este nuevo tropiezo dentro de la larguísima y accidentada vida de la Iglesia en su historia debería ser visto por los que la amamos como una oportunidad más que como un simple y oscuro episodio aislado. Lejos de ignorar o de tratar de cerrar en falso el funesto asunto de los abusos deberíamos enfrentarnos a él cara a cara para hacer un profundo examen de conciencia y llegar a las causas de que unos hermanos que estaban destinados a la santidad hayan acabado arrojados al fondo del pantano por sus más viles deseos.
Una reflexión sincera y valiente que nos enfrente a lo que ha desviado del camino a tantos pastores para entonar un auténtico y arrepentido mea culpa quizá provocaría un despertar de la fe entre muchos de nosotros y permitiría que la gracia volviera a derramarse de una manera fructífera y sólida sobre el ahora desnortado rebaño de Dios.
La figura del demonio del mediodía, glosada magistralmente por el monje benedictino Jean Charles Nault me parece muy válida para realizar una aproximación a este análisis. El demonio del mediodía se identifica con la acedia, término arcano que últimamente intenta recuperarse. Y Nault define la acedia como “Pereza del espíritu, tristeza y desgana por las cosas de Dios, pérdida del sentido de la existencia y desesperación por alcanzar la salvación. La acedia impulsa al monje a salir de su celda y a huir de la intimidad con Dios, para buscar, en cualquier parte, alguna compensación”.
Tras el Concilio Vaticano II y el impacto del Mayo del 68 (cuyo 50 aniversario hemos celebrado recientemente), muchos sacerdotes decidieron desprenderse de la sotana y mezclarse entre la sociedad. La consigna era hacer una Iglesia más próxima al pueblo, una Iglesia más amable y menos reaccionaria. Cambió la liturgia y las parroquias se abrieron a los movimientos sociales de izquierda, los órganos fueron sustituidos por las guitarras y el discurso adquirió un perfil más acorde a los nuevos tiempos, menos disonante con una sociedad plural y democrática (vamos que se decía a la gente lo que la gente quería escuchar).
Muchos advirtieron en seguida que, entre tanta pandereta y asamblea vecinal se empezaba a correr el riesgo de que se desvirtuara el mensaje fundamental que debía caracterizar a la institución de San Pedro. Y de manera paradójica, esta apertura se tradujo en pocos años en un vaciamiento de las misas y un descenso trágico de las vocaciones cuyas consecuencias hoy padecemos en muchos lugares.
Seguramente fue en esa vorágine, en ese malentendido aperturismo cuando el demonio del mediodía visitó a muchos fieles y pastores. En aras de un supuesto acercamiento a la sociedad los ministros se desnudaban de su carácter sacerdotal y quedaban también más expuestos a las distracciones que el mundo globalizado e hiperconsumista había desplegado hábilmente.
Cada uno coocerá cuál ha sido su trayectoria y en qué momento se ha producido la caída. La pereza, la pérdida de ilusión hacen que se pierda el vigor que mantiene los sentidos en alerta y la bragueta cerrada. Es humano, muy humano, justificarse mientras se va cayendo en la dictadura de los deseos que antes había negado. Y cuando hemos despertado de este sueño hemos encontrado que el monstruo estaba ahí y que una enorme culpa pesaba sobre todos: cristianos renegados, seglares poco comprometidos, curas aletargados, obispos autosatisfechos… nadie está libre de pecado aunque los señalados estén ahora en Pensilvania.
Pero la oportunidad está ahí. La voz nos llama como lo hizo con Saulo y nos exhorta a cambiar radicalmente, a convertirnos y disponernos a la tarea de la nueva evangelización con la gracia del Espíritu Santo. La reciente exhortación del Papa Francisco, Gaudete et exultate, nos ofrece una propuesta valiente y rotunda de santidad cotidiana. Nos advierte contra el falso espiritualismo y contra la militancia vacía (la Iglesia no es una ONG).
Recuperemos pues el lugar que le corresponde a la Iglesia. Colaboremos todos en esta tarea: los creyentes participando y comprometiéndonos con la vida de la comunidad, los sacerdotes renovando sus votos y perfeccionando su pastoral para retornarla a su rigor y pureza. Y la curia manteniendo los ojos bien abiertos y evitando escuchar los cantos de sirena que siguen acechando para desvirtuar el Gobierno de la Iglesia.
Juan Armuñés
San Cugat Del Vallès 21 de agosto de 2018