Este es una de las trampas más claras y fangosas en las que ha caído el argumentario constitucionalista. Es bien sencillo: 


“la clase política catalana, la más corrupta que existe, ha recalentado artificialmente el debate separatista para distraer la atención de sus escandalosas aficiones cleptómanas”. 


Y ya está, con esta prototípica sentencia se despacha el tema y se tira hasta la próxima provocación, hasta la siguiente transgresión. Como si el movimiento suicida de una región de seis millones de habitantes se pudiera explicar por la mala suerte de haber gestado por casualidad a los políticos más ladrones del mundo.

Prisión de Soto del Real, que alberga políticos corruptos

¿Qué es la corrupción?,¿cómo se mide la intensidad de la corrupción?, ¿en millones robados per cápita?, ¿en meses de cárcel?, ¿en número de políticos procesados?... Si aceptamos la definición más ramplona de corrupción, es decir, aquella que contempla únicamente su vertiente delincuencial, los observadores internacionales nos sitúan en un nivel bastante aceptable, cercano a países de nuestras mismas características. No obstante, siempre es escandaloso constatar que los administradores de las modernas democracias tienen el mismo amor por quedarse con lo ajeno que tenían los gobernadores romanos. Nada nuevo bajo el sol.


Sin embargo, buena parte de la estrategia del Gobierno y su prensa ha sido cargar las tintas en la corrupción de los levantiscos nacionalistas. Incluso utilizando para ello las chapuceras cloacas del estado que, como suele pasar, acaban salpicando a aquel que recurre a ellas. 


Es bien sabido que en España el votante sólo castiga a los corruptos cuando son de derechas. Por tanto, la estrategia de mostrar a convergentes y asociados como una banda guiada únicamente por el latrocinio sólo podía tener una consecuencia: desplazar el voto a partidos más fanatizados pero libres por el momento del pecado de la corrupción (ERC y CUP).


¡Qué truco tan burdo, que dilapidación de recursos para nada!. Mientras Rajoy escurría el bulto de las acusaciones de financiación ilegal de su partido, sus policías remenaban en la banca andorrana buscando pruebas de los delitos de la familia Pujol, como si éstos no fueran de todos conocidos. Entérense señores de Madrid: los robos de la Ferrusola y su estirpe no han merecido más de dos o tres titulares en el oasis catalán.

Entonces ¿qué?, ¿pasamos de denunciar el nepotismo y la prevaricación?. Por supuesto que no. Pero centrar el discurso sobre la corrupción en su aspecto monetario hace que perdamos de vista su auténtico significado, a saber: putrefacción y degradación. La situación que padecemos es consecuencia de una corrupción generalizada que afecta a toda la clase política y a parte de las instituciones. 


En efecto: nuestros políticos y nuestros jueces son los más incultos que jamás ha habido. Desconocen y desprecian la historia de España. No han pensado ni un minuto de sus vidas en el bien común, en la eutaxia. Conciben las leyes como un salvoconducto para pervivir mientras se degrada la educación y la formación del pueblo.


Ellos han permitido que el Parlamento se convirtiera en un establo de chalaneo en el que los votos se intercambiaban por transferencia de competencias; en otras palabras: han ido troceando el poder del estado como pago por los favores y los silencios de las minorías etnicistas. 


Y mientras tanto, los ideólogos de la taifa iban beneficiándose de ese poder y preparando la acometida final, que no había de venir sino al cabo de treinta años, cuando ya no quedara margen para debilitar más al poder central. Bajo la sombra de diversas corruptelas un sólo horizonte era vislumbrado por todo el catalanismo: la secesión.  


¿Y qué decir de los “creadores de opinión”?. De sus tribunas ha manado el lodo en el que nos arrastramos y además nos aseguran que nos lo merecemos ya que es lo que hemos querido. ¿Puede haber mayor corrupción que despreciar la lengua, el patrimonio literario y artístico?, ¿puede haber existido mayor crimen que negar a varias generaciones el acceso a las reliquias históricas, a las fuentes de su pasado, encerrando la conciencia de una nación en el pantanoso césped de un inmenso campo de fútbol?.


He aquí la auténtica corrupción: la degradación del estamento político que ha permitido el vaciamiento del estado, el borramiento de los símbolos de unidad en favor dal folklore local, la ruptura del mercado interior, la asimilación de la leyenda negra, la construcción de muros entre comarcas...


Cuando la élite de un Estado renuncia a conservar su dignidad, entonces no sólo el robo de los poderosos está al orden del día sino que los individuos quedan expuestos a la arbitrariedad de la tribu. Si se corrompe el Estado no hay democracia ni libertad.


Juan Armuñés.

Catalunya, septiembre 2017.




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