En este error caen los que escuchan una y otra vez que:


 “... el Referéndum no se celebrará porque no van a atreverse a saltarse las leyes…” o que “...el procès morirá por sí mismo..”.


Son frases muy propias de políticos voluntaristas como los nuestros, que consideran que si uno elimina mentalmente un escenario, éste deja de ser posible inmediatamente. 


Ciertamente, las cosas están muy difíciles a nivel legal para los golpistas catalanes, que se enfrentan a numerosos obstáculos y posibles (cuidado, digo posibles) sanciones y multas. Algunos altos cargos se han retirado de la primera línea por miedo a ver menguado su patrimonio si fracasa el golpe de estado. Pero inmediatamente han sido reemplazados por otros más firmes en sus convicciones que están dispuestos a llegar a donde sea; bien por gallardía o por tener las espaldas mejor cubiertas.


El separatismo no nació con Artur Mas. Sus orígenes están en un sector del carlismo, que tras llevar a nuestro país a tres guerras civiles y perderlas, transformó su discurso en un idealismo reaccionario-localista imbuido de fanatismo religioso promovido por sectores ultramontanos del clero rural. Tras la guerra civil, el discurso nacionalista quedó pulverizado ya que la población, exausta de las penurias del periodo revolucionario, comprobó cómo el nuevo régimen continuó garantizando el crecimiento industrial de la región a cambio de dejar apartadas a un segundo plano las peculiaridades folklóricas.


Es la nueva clase política surgida de la llamada Transición la que abre de nuevo las puertas de par en par al neocaciquismo nacionalista cuya semilla había quedado al cuidado de los monjes del monsasterio de Montserrat y de algunas familias de la burguesía decadente de Barcelona. El estado autonómico fue concebido como un bálsamo federal que curaría el mal nacionalista. El pacto era sencillo: Madrid cedía el control de la finca catalana a la aparentemente dócil oligarquía convergente a cambio de cheques en blanco para facilitar la alternancia de partidos en La Moncloa. 


Naturalmente, los ingenieros filopujolistas jamás lo vieron de esa manera y supieron tejer con paciencia la matriz sobre la que se levantaría durante tres generaciones sucesivas la ilusión de un nou país cuya conclusión no podía ser otra que obtener el privilegio máximo: la emancipación, la transformación de los caciques en emperadores de un vasto territorio mediterráneo.


Esta operación, por tanto, no se ha fraguado en dos tardes o para salir al paso de una crisis económica aunque se haya servido de la misma para propulsar su estampida final. Se trata de una maniobra perfectamente planificada con todo un aparato institucional puesto a su disposición por los sucesivos Gobiernos centrales tanto de derecha e izquierda.


No es extraño tampoco que los responsables de este desaguisado, los políticos irresponsables que han dado todo tipo de facilidades al nacionalismo en su labor de sabotaje a la democracia quieran ahora hacer ver que aquí no pasa nada, que se trata de una rabieta que ellos pueden solucionar a base de diálogo y pedagogía.


Hacemos mal en menospreciar a nuestro enemigo. El nacionalismo cuenta con ingentes medios económicos y propagandísticos. Pero sobre todo, tiene de su parte la impunidad de quien está seguro de que su la parte contraria no está preparada para hacerle frente.


Juan Armuñés.

Catalunya, septiembre 2017.




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